El estudio demostró que los tres estilos de parentaje emocionalmente más inadecuados eran los siguientes:
•Ignorar completamente los sentimientos de sus hijos. Este tipo de padres considera que los problemas emocionales de sus hijos son algo trivial o molesto, algo que no merece la atención y que hay que esperar a que pase. Son padres que desaprovechan la oportunidad que proporcionan las dificultades emocionales para aproximarse a sus hijos y que ignoran también la forma de enseñarles las lecciones fundamentales que pueden aumentar su competencia emocional.
•El estilo laissez-faire. Estos padres se dan cuenta de los sentimientos de sus hijos, pero son de la opinión de que cualquier forma de manejar los problemas emocionales es adecuada, incluyendo, por ejemplo, pegarles. Por esto, al igual que ocurre con quienes ignoran los sentimientos de sus hijos, estos padres rara vez intervienen para brindarles una respuesta emocional alternativa. Todos sus intentos se reducen a que su hijo deje de estar triste o enfadado, recurriendo para ello incluso al engaño y al soborno.
•Menospreciar y no respetar los sentimientos del niño. Este tipo de padres suelen ser muy desaprobadores y muy duros, tanto en sus críticas como en sus castigos. En este sentido pueden, por ejemplo, llegar a prohibir cualquier manifestación de enojo por parte del niño y ser sumamente severos ante el menor signo de irritabilidad. Éstos son los padres que gritan «¡no me contestes!» al niño que está tratando de explicar su versión de la historia.
Pero, finalmente, también hay padres que aprovechan los problemas emocionales de sus hijos como una oportunidad para desempeñar la función de preceptores o mentores emocionales. Son padres que se toman lo suficientemente en serio los sentimientos de sus hijos como para tratar de comprender exactamente lo que les ha disgustado (« ¿estás enfadado porque Tommy ha herido tus sentimientos?»), y les ayudan a buscar formas alternativas positivas de apaciguarse («¿por qué, en vez de pegarle, no juegas un rato a solas hasta que puedas volver a jugar con él?»).
Pero, para que los padres puedan ser preceptores adecuados, deben tener una mínima comprensión de los rudimentos de la inteligencia emocional. Si tenemos en cuenta que una de las lecciones emocionales fundamentales es la de aprender a diferenciar entre los sentimientos, no nos resultará difícil entender que un padre que se halle completamente desconectado de su propia tristeza mal podrá ayudar a su hijo a comprender la diferencia que existe entre el desconsuelo que acompaña a una pérdida, la pena que nos produce una película triste y el sufrimiento que nos embarga cuando algo malo le ocurre a una persona cercana. Más allá de esta distinción hay otras comprensiones más sutiles como, por ejemplo, la de que el enfado suele ser una respuesta que surge de algún sentimiento herido.
En la medida en que un niño asimila las lecciones emocionales concretas que está en condiciones de aprender —y, por cierto, que también necesita—sufre una transformación. Como hemos visto en el capítulo 7, el aprendizaje de la empatía comienza en la temprana infancia y requiere que los padres presten atención a los sentimientos de su bebé. Aunque algunas de las habilidades emocionales terminen de establecerse en las relaciones con los amigos, los padres emocionalmente diestros pueden hacer mucho para que sus hijos asimilen los elementos fundamentales de la inteligencia emocional: aprender a reconocer, canalizar y dominar sus propios sentimientos y empatizar y manejar los sentimientos que aparecen en sus relaciones con los demás.
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